Los primeros biólogos de la Antigüedad ya habían comprendido fácil y correctamente el modo según el cual el proceso reproductor actuaba en los animales más comunes, y habían observado que la vida de todo nuevo individuo tenía su inicio en el cuerpo femenino o, como mínimo, en los huevos puestos por la madre. Sin embargo, durante muchos siglos fue una convicción común que los animales más pequeños podían nacer de la materia no viva, por generación espontánea. El fundador de esta teoría fue Aristóteles, que, hacia mediados del siglo IV a. C., se dedicó al estudio de las ciencias naturales.
El filósofo sostenía que algunas formas de vida,
como los gusanos y los renacuajos, se originaban en el barro calentado por el
sol, mientras que las moscas nacían en la carne descompuesta de las carroñas de
animales. Estas convicciones erróneas sobrevivieron durante siglos hasta que,
hacia mediados del siglo XVII, el biólogo italiano Francesco Redi (~1626?-1697)
demostró que las larvas de mosca se originaban en la carne tan sólo si las
moscas vivas habían puesto previamente sus huevos allí: por consiguiente,
sostenía que ninguna forma de vida había podido nacer de la materia inanimada.
Redi preparó algunos recipientes de vidrio que contenían carne del mismo
origen; entonces cubrió la mitad de estos recipientes con gasa, de modo que
pudieran transpirar y dejó abiertos los restantes contenedores.
Después
de algunos días observó que la carne contenida en los recipientes cubiertos,
aun cuando estaba en putrefacción no contenía traza alguna de larvas, al
contrario de lo que sucedía con la carne de los recipientes descubiertos, en la
que las moscas adultas habían podido poner sus huevos. Este experimento habría
podido demostrar definitivamente que la vida sólo podía originarse en otra
forma de vida preexistente, pero no fue así: la teoría de la generación
espontánea sobrevivió dos siglos más, gracias al apoyo de los medios religiosos
partidarios del pensamiento teológico de Aristóteles.
En
el mismo período, el fisiólogo inglés William Harvey (1578-1657), tras su
estudio sobre la reproducción y el desarrollo de los ciervos, descubrió que la
vida de todo animal se inicia efectivamente en un huevo, y un siglo después el
sacerdote italiano Lazzaro Spallanzani (1729-1799) comprendió la importancia de
los espermatozoides en el proceso reproductor de los mamíferos. Aunque estos
descubrimientos demostraron la validez de las tesis de Harvey y Spallanzani, durante
mucho tiempo se continuó sosteniendo la teoría de la generación espontánea, por
lo menos en el caso de los animales muy pequeños, como los microorganismos
hasta que en 1861, gracias a Louis Pasteur (1822-1895) y a sus experimentos
sobre las bacterias, fue definitivamente refutada.
Pasteur cultivó bacterias en
una solución nutritiva contenida en unos cuantos balones de vidrio; los balones
estaban provistos de un cuello largo en forma de S, desprovisto de tapón, que
impedía el paso de los microorganismos externos. Después de una prolongada
ebullición, observó que la solución estaba desprovista de toda forma de vida y
que estas condiciones se mantenían durante varios meses. Con esta experiencia, Pasteur descubrió el principio de la esterilización,
además de otros procedimientos que todavía se utilizan hoy para destruir los
microorganismos, y demostró así que ninguna forma de vida puede originarse
espontáneamente de la materia inorgánica, sino únicamente de la vida
preexistente (onine vivum ex vivo) éste es el denominado proceso de la
biogénesis.
Fin de la teoría de la generación espontánea
Cien años después del descubrimiento de los microorganismos por Leewenhock, se atribuía el origen de los mismos a la descomposición de la materia orgánica (generación espontánea).
Cien años después del descubrimiento de los microorganismos por Leewenhock, se atribuía el origen de los mismos a la descomposición de la materia orgánica (generación espontánea).
Transcurría
el año 1745 cuando un sacerdote irlandés, Tuberville Needham, alegaba en favor
de esa teoría el siguiente experimento: colocó jugo de cordero en un frasco
taponado, lo mantuvo durante media hora en la ceniza caliente, con el objeto de
destruir a los gérmenes (microorganismos que podrían encontrarse en la
superficie o interior del frasco, o en el líquido), luego retiró la fuente de
calor y comprobó que al cabo de un tiempo el caldo se poblaba de
microorganismos, lo que según Needham solo podía provenir de la génesis
espontánea.
Para
comprobar si el experimento era correcto o no, el italiano Spallanzani repitió
la operación veinte años después tomando nuevos recaudos, como taponar
correctamente los frascos y someterlos a altas y prolongadas temperaturas. En
estas nuevas condiciones, los resultados fueron distintos, ya que no
aparecieron los microorganismos en los caldos de cultivo.
Needham
contestó a Spallanzani, que con la ebullición prolongada de sus experiencias
había destruido la "fuerza vital" contenida en los cultivos, y como
el investigador italiano no pudo demostrar que la ebullición no había alterado
el aire dentro del
recipiente, se consideró como correcta la primera experiencia. Transcurría la
segunda mitad del siglo XIX, y el problema de la generación espontánea aún
estaba esperando solución; hasta que Pasteur se vio frente a la necesidad de
probar que los seres asociados a la fermentación procedían del aire.
Basándose
en las frustradas experiencias anteriores, fabricó filtros de algodón, e hizo
pasar el aire a través de los mismos, luego disolvió el algodón y el sedimento
formado en el fondo del vaso reveló la presencia de numerosos cuerpos
microscópicos redondos y alargados, que se asemejaban a organismos observados
con anterioridad en las sustancias en estado de fermentación. Por otra parte en
el algodón de filtro a través del cual había pasado el aire previamente
filtrado, no se encontró cuerpo alguno. Con esta experiencia Pasteur comprobó
la existencia de organismos en el aire, pero sin poder probar si estaban vivos
o muertos.
Teniendo
en cuenta lo anterior, realizó el siguiente experimento: colocó en un frasco
una infusión de una sustancia fermentable; al cuello largo y estrecho le dio
forma de S, dejándolo abierto. El frasco y su contenido fueron mantenidos a la
temperatura de ebullición durante un largo tiempo, luego se retiró la fuente de
calor, y así permaneció por días, semanas y meses, sin que su contenido
fermentase; luego, cuando le cortó el cuello, quedando el interior del mismo
expuesto a la invasión del aire atmosférico, observó la fermentación del caldo,
demostrando, el análisis al microscopio, la presencia de microorganismos.
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